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A tres años de la muerte de Carrie Fisher, repasamos la herencia de esta actriz, escritora y comediante, que va más allá de esa galaxia lejana.
Siendo hija del cantante Eddie Fisher y de la actriz Debbie Reynolds, el destino de Carrie Frances al nacer, parecía estar más marcado que el de la pequeña Leia Skywalwer. Para alejarse de los tumultos matrimoniales de sus padres (que se divorciaron cuando apenas tenía dos años y se volvieron a casar, más de una vez), Carrie se refugió en los libros, un atributo un tanto extraño para una residente de Beverly Hills, hija de la realeza hollywoodense. Pero ella nunca dio las cosas por sentado y jamás se apegó a los moldes. Su legado es enorme y mucho más valioso de lo que imaginamos, porque va más allá del de la princesa de Aldeaan.
A los 16 años tuvo la posibilidad de debutar en Broadway junto a su mamá en el revival de “Irene” (1973), una oportunidad que interfirió con sus estudios y la obligó a abandonar el secundario. Carrie Fisher no era la alumna ejemplar, y pocas veces terminó sus estudios, pero podemos suponer que las tablas y los sets de filmación se convirtieron en su mejor escuela. “Yo estaba llena de sabiduría callejera, pero desafortunadamente la calle era Rodeo Drive”, era una de sus frases de cabecera, consciente de su ámbito formativo, ese que más de una vez obstruyó su vida y su salud, física y mental.
A los 18 años, Carrie tuvo su primera oportunidad cinematográfica de la mano de la joven seductora Lorna Karpf en “Shampoo” (1975), junto a Warren Beatty, Julie Christie y Goldie Hawn. En 1977 llegaría “La Guerra de las Galaxias” (Star Wars) y, como se dice por ahí, su carrera y su vida (como la nuestra) cambiarían para siempre. Sí, Leia -la princesa y la general- tiene un lugar de privilegio en el Olimpo de la cultura pop, pero Fisher jamás dejó que el rol la definiera. Ojo, nunca renegó del estrellato, pero también decidió pagar todas sus consecuencias.
Entre “Los Hermanos Caradura” (The Blues Brothers, 1980), “Hannah y sus Hermanas” (Hannah and Her Sisters, 1986), “S.O.S Vecinos al Ataque” (The 'Burbs, 1989), “Cuando Harry Conoció a Sally” (When Harry Met Sally..., 1989) y tantas otras apariciones, Carrie luchó contra sus propios demonios, su trastorno bipolar y su adicción a las drogas (las prohibidas y las recetadas). Muchas de sus experiencias las volcó en la novela y el guión de “Recuerdos de Hollywood” (Postcards from the Edge, 1990), donde queda en evidencia la conflictiva relación con su madre (algo que pueden ver también en el documental “Bright Lights: Starring Carrie Fisher and Debbie Reynolds”). “Alguien dijo que parece que muchas personas sólo pueden encontrar el cielo saliendo del infierno. Y aunque el lugar al que he llegado en mi vida no sea precisamente la idea general de cielo, juro que a veces oigo cantar a los ángeles”.
Carrie nunca dejó de reírse de la vida y de sí misma, pero también fue su más grande crítica. Si alguien pretendía hablar mal de ella o de sus atributos físicos (los que no pudo mantener a lo largo de las décadas: “Oh Dios mío, ¡Leia se ha hecho vieja! Intenté pararlo, pero eso, al parecer, incluía la muerte, así que no me pareció una buena solución”), Fisher era la primera en la fila, siempre sumando su visión personal más objetiva y el examen minucioso sobre una industria que poco perdona a aquellos que no pueden seguirle el ritmo (y sobre todo a las mujeres).
En 2016 editó “The Princess Diarist”, su mordaz y elocuente autobiografía, sin saber que sería su último gran aporte literario a este mundo (y eso que tiene unos cuantos). Carrie Fisher murió repentinamente a causa de una falla cardíaca aquel 27 de diciembre, a los 60 años, cuando todavía quedaban dos entregas de la saga intergaláctica por estrenar. “Star Wars: Los Últimos Jedi” (Star Wars: Episode VIII - The Last Jedi, 2017) -película en la que colaboró junto al director y guionista Rian Johnson para delinear su personaje- está dedicada a nuestra eterna princesa, y “Star Wars: El Ascenso de Skywalker” (Star Wars: Episode IX - The Rise of Skywalker, 2019) pretende darle un final digno a la hija de Skywalker a partir de imágenes de archivo; pero es la mujer detrás del peinado con rodete y, ocasionalmente, bikini de metal, la que más inspiró a la galaxia gracias a su sinceridad y su corazón (frágil), pero de oro.
Fisher no dejó causa sin apoyar: desde la defensa de la mujer, los derechos de los animales y el colectivo LGBT, hasta el financiamiento a varias organizaciones ligadas a la lucha contra el SIDA y VIH como amfAR y The Foundation for AIDS Research. También se desempeñó como miembro honorario de la junta de la Fundación Internacional Bipolar, una enfermedad que nunca dejó de visualizar: “Una de las cosas que más me sorprende (y hay unas cuantas) es la cantidad de fuertes estigmas que hay hacia las enfermedades mentales, especialmente hacia el trastorno bipolar. En mi opinión, para vivir con depresión maníaca hay que tener huevos. No como para hacer un viaje a Afganistán (porque, en este caso, las bombas y las balas vienen del interior). A veces, ser bipolar es un reto agotador que requiere mucho aguante e incluso más coraje, así que, si estás viviendo con esta enfermedad, es algo de lo que estar orgulloso, no avergonzado. Deberían darte una medalla”.
Hace tres años nos dejaba Carrie Fisher, suponemos, sin ningún arrepentimiento. Nos regaló sabiduría en todas sus formas y un personaje que, más allá de la aventura espacial, siempre representó esa chispa rebelde y aguerrida que llevaba en su interior. Ya sean las fantasías juveniles o el modelo a seguir de la adultez, los agradecidos siempre seremos nosotros.
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