“We will dance again”: El Nova Healing Concert en primera persona
Estar en el mismo lugar donde se sembró el horror y, al mismo tiempo, en un festival donde 30 mil personas eligieron volver a bailar en Israel. A dos años del ataque, un relato humano que intenta comprender cómo el dolor convive con la vida, y cómo la música insiste en ser puente y refugio en medio de la herida.
Cuando recibí la invitación para cubrir la segunda edición del Festival Nova (la primera fue el 7 de octubre del 2023 donde luego sucedió el ataque terrorista por parte de Hamás), dudé. Éramos un grupo de periodistas argentinos de música y sentía las mismas preguntas que cualquiera que lea estas líneas: ¿Ir o no ir a un país señalado en el centro del dolor, atravesado por un conflicto interminable? ¿Cubrir un festival mientras, a pocos kilómetros, sucede la tragedia de Gaza?
En medio de ese torbellino apareció el impulso periodístico: no para justificar, sino para poner el cuerpo. Quería ver con mis propios ojos qué siente la gente que sigue con su vida en un contexto tan extremo. ¿Cómo convive una sociedad con tanto dolor? Fui con preguntas y volví con más todavía.
No pretendo resolver internamente nada, al contrario, creo que la tarea es esa: animarse a transitar la contradicción, poder compartirla y que, quizás, alguien que lea esto logre asomarse un poco a lo que sentí.
Hay una canción de Jorge Drexler que salió hace poco y que se me volvió imposible de soltar. Suena en mi cabeza como un relato vivo. Se llama “El fin y el medio” y comienza diciendo: “Un refugiado es un refugiado, un niño es un niño”. Palabras que parecen obvias, pero que en este contexto adquieren un peso incalculable. Drexler contó que hacía años que no podía terminar la letra, hasta que el dolor del presente lo obligó a darle forma, reflejando la incapacidad humana para aprender de historias dolorosas. Ese gesto —el de un artista que encuentra en la música un modo de nombrar lo innombrable— fue mi punto de partida para intentar contar lo que viví.
Porque de alguna manera ese es el rol del arte: expandir la voz, abrir grietas de sentido donde lo humano parece desbordar. Y es desde ahí, desde esa fuerza simbólica, que hoy intento poner en palabras. No con respuestas, porque no las tengo, sino con la certeza de que una tragedia nunca suplanta a ninguna y que el dolor no tiene banderas.
El Memorial del Festival Nova: reconstruir para recordar
El recorrido del viaje comenzó en el Memorial levantado en el lugar exacto donde sucedió la masacre del Festival Nova, el 7 de octubre de 2023 pasadas las 6 de la mañana. Se trata de una zona rural, en Reim, a casi dos horas de Tel Aviv. Ahí donde más de 3.000 personas bailaban en la madrugada y de un momento a otro irrumpió el horror. Hoy, el predio está reconstruido tal cual esa noche: el escenario, la barra y hasta un container donde se escondieron 17 chicos y chicas, de los cuales solo 9 lograron sobrevivir ¿cómo? escondiéndose bajo los cuerpos asesinados de sus amigos. En las paredes están impresas capturas de WhatsApp, es decir, los últimos mensajes que enviaron a sus familias mientras todo sucedía. Es imposible dimensionar ese instante, imposible no quebrarse frente a la brutalidad de esas últimas palabras congeladas. Otra imagen impactante además de las fotos de los chicos y chicas asesinados, es la de los árboles plantados por cada víctima como símbolo de vida.
Recreación del escenario principal en el Memorial y el predio con las fotos de las víctimas.
En el lugar nos esperaba Chen Malca, una de las sobrevivientes, que hoy tiene 26 años y que logró escapar hacia un kibbutz cercano, salvando su vida. Chen, dedica sus días a dar testimonios y trabajar en la reconstrucción de memoria y llamado de paz. Entrar en detalles que pueden llegar a rozar el morbo no es la intención de esta crónica, sino el sentido que logré interpretar luego con los días, por eso no me detendré en ellos. El saldo del ataque dejó 374 muertos y 44 secuestrados, de los cuales todavía algunos siguen en cautiverio.
También fuimos a los kibbutzim (comunidades rurales que se organizan de forma cooperativa y autosustentable, nacidas bajo principios originarios del socialismo) que fueron atacados también, ya que todo es la misma zona aledaña a la frontera. Todo está intacto como el 7 de octubre, como una forma de plantar memoria. Entrar a esas casas —donde aún hay juguetes en el piso, tazas a medio tomar, ventanas rotas— fue enfrentarme al eco de una violencia que no puedo narrar del todo. Se siente en el aire, en el silencio. Nunca estuve tan cerca del dolor extremo. Pero también se siente algo más: una voluntad enorme de no dejarse consumir por el odio. Saber que varias personas de esa comunidad fueron tomadas como rehenes y también murieron —y que entre ellas había argentinos— fue difícil de procesar. Y ahí sucede algo inevitable en este choque: detrás de las cifras hay personas, familias, historias que ya no están.
Si hay una palabra que resume la experiencia completa es “contradicción”. En este punto es donde vuelvo a Drexler: “Donde algo parece que se va acercando y siempre se escapa, siempre se esconde, siempre a la misma exacta distancia, de un mismo horizonte”. Así se siente el conflicto entre Israel y Palestina: un horizonte que parece al alcance de la mano, pero que se corre siempre. Gaza está a pocos kilómetros. Una tragedia feroz, todavía en curso.
La única conclusión a la que pude acceder es: un Estado no es su sociedad civil. No es lo mismo hablar de gobiernos que de personas. La sociedad israelí también está fragmentada, también reclama en las calles que termine la guerra, también carga con sus muertos, los llora, pide por el regreso de los rehenes para poder empezar de nuevo. Pueblos que históricamente vuelven a empezar todos los días. Y lo mismo pasa en Gaza. El dolor no reconoce credos ni fronteras.
La voz de la gente: lo que se dice en las calles
Durante los días que estuvimos en Tel Aviv, especialmente en el barrio de Jaffa, entendí que más allá de los titulares y las noticias que vemos en los medios, hay un país que también sufre, que pide, que se expresa, aunque eso no se muestre. Un domingo —que para ellos equivale a nuestro lunes—, la ciudad amaneció con marchas multitudinarias en diferentes puntos de Israel. Más de 30 mil personas cortaban la autopista principal que une Tel Aviv con Jerusalén. Neumáticos encendidos, bocinas, carteles, banderas pidiendo el fin de la guerra y el regreso de los rehenes. El reclamo era claro: “Que esto se termine”. Desde comerciantes hasta jóvenes estudiantes, desde padres que perdieron hijos hasta soldados que regresaron del frente, todas las personas con las que pude tener contacto repitieron la misma idea: “Esto tiene que terminar”. No desde el odio, sino desde el cansancio. Casi todos tienen un conocido, un amigo, un familiar afectado. Una herida directa.
También hay una comunidad enorme de argentinos que emigraron hace muchos o pocos años. En el hotel, hablé con "Judy" —una chica venezolana/judía que trabaja de camarera hace tres años en Tel Aviv—. “Todavía no puedo entender el dolor —me dijo—. Cuesta sostener la rutina, pero hay que seguir. Es difícil vivir en guerra, pero no queda otra. Uno se aferra a lo que tiene cerca, a la esperanza”. Esa frase me quedó resonando, porque resume el espíritu de lo que vi: una sociedad que no se rinde, que busca en la colectividad una contención para el día a día.
La contradicción de convivir
Israel es un territorio que convive en tensión, pero también en mixtura. Caminar por sus calles es ver cómo la contradicción puede ser una forma de vida: mezquitas, sinagogas e iglesias compartiendo la misma cuadra; judíos religiosos y laicos, árabes y cristianos cruzándose en el mercado, en la playa, en el transporte público, en la misma Jerusalén vieja. Ahí el contraste se vuelve abrumador: en unas pocas cuadras se condensa la historia espiritual del mundo. De un lado, el Santo Sepulcro, donde se cree que Jesús fue crucificado y sepultado; a pocos metros, la Cúpula de la Roca brillando en dorado, lugar sagrado para el Islam; y a unos pasos más, el Muro de los Lamentos, corazón del judaísmo.
Todo convive, pero también se superpone, como si el cielo y la tierra disputaran el mismo punto de energía. Las oraciones se mezclan, los rezos se cruzan. Los cantos en hebreo se funden con los llamados del muecín desde la mezquita, mientras los campanarios repican.
Todo es hipnótico. Cada piedra parece tener memoria. Y uno camina con la sensación de estar parado en el centro de la historia universal, de algo imposible de explicar, donde lo sagrado y lo humano se rozan sin tocarse del todo.
Volver a bailar porque también hay vida
La Tribu Nova —un colectivo creado para acompañar a sobrevivientes y familias en duelo— organizó un nuevo festival en el Parque Yarkon de Tel Aviv, el primer evento multitudinario luego del 7 de octubre. Fue el 14 de agosto de este año y reunió a más de 30 mil personas. Eligieron encontrarse nuevamente en la música, no como olvido, sino como acto de memoria y resistencia.
Sobre el escenario pasaron artistas israelíes como Infected Mushroom, Yuval Dayan, Shai T, Red Axes y muchos más donde también realizaron colaboraciones con músicos locales, no pertenecientes precisamente al Psy Trance (género nato de este festival), sino que fue una forma de unir diferentes perfiles y estilos bajo un mismo lema: “Volveremos a bailar”.
Las familias de los 50 rehenes restantes en el escenario. Foto: Eclipse Media.
Sin embargo, ya en el recuerdo, siento que lo más poderoso no vino de la música, sino del silencio, pero del silencio colectivo. Hubo un momento en el que las familias de los 50 rehenes que aún permanecen en Gaza subieron al escenario. Un minuto de silencio absoluto en un parque colmado. Y luego habló Nimrod Arinin, hermano de una de las víctimas y fundador de la Tribu Nova. Sus palabras todavía resuenan: “La memoria se niega a desvanecerse y la vida sigue. A veces se siente frágil, a veces victoriosa. Incluso cuando la oscuridad parece absoluta, recordamos una promesa: bailaremos de nuevo”.
Ese fue el corazón del festival: bailar como acto de resistencia, como forma de no permitir que el horror sea lo último que quede grabado en la memoria. Familias enteras, desde niños, padres, adultos mayores, no había distinción etaria. Es difícil imaginar un evento de música en un contexto así. Pero ahí estaban, encontrando por unas horas un refugio en la vida, en el bailar. Ese placer simple y tan cotidiano para los que vivimos de este lado, y un privilegio para ellos.
Al día de hoy, 50 rehenes permanecen en Gaza, incluidos 15 miembros de la comunidad Nova, aunque se cree que solo 20 siguen con vida. El reclamo es diario y no cesa: en cada ciudad que visitamos, bastaban unos minutos para cruzarnos con la insignia amarilla que los representa.
Sin distinciones etarias, el Festival Nova reunió a familias enteras. Foto: Eclipse Media.
Entre tantos momentos, hubo una imagen imposible de olvidar: una pareja de padres, de más de 70 años, entrando con la remera de su hijo estampada en el pecho. Hablar con ellos fue un quiebre. No había odio en sus palabras. Había dulzura, memoria, una única petición: “que esto termine”. Entender cómo se sostiene la vida desde ese lugar fue una de las experiencias más desconcertantes que viví.
Lloré cuando se fueron por la imposibilidad de comprender tanta entereza. Porque estaban ahí, recordando a sus hijos desde la música, desde lo colectivo, encontrando una forma de sostenerse entre otros. Y entendí que, a veces, esa es la única manera de seguir viviendo: en comunidad, cantando, sosteniendo la memoria sin dejar que el odio destruya todo lo demás.
Ese instante fue una revelación. Me recordó por qué la música, en distintos momentos de la historia se convirtió en refugio. En Sarajevo, en plena guerra, los músicos seguían tocando mientras caían bombas. En Woodstock, la contracultura se transformó en un grito de paz en medio del caos. Y acá, en Israel, el sonido volvió a ser sinónimo de resistencia, de abrazo, de vida, una de las pocas herramientas para extender el pedido de paz al mundo.
Foto: Eclipse Media.
Escribo esto con la distancia de casi dos meses del viaje. No podía hacerlo antes. Necesitaba procesar, bajar la información, encontrar un modo de decirlo sin caer en golpes bajos ni en romanticismos fáciles. Lo que viví en Israel fue crudo, fuerte, inabarcable. Me cambió como periodista, pero también como persona.
Hoy, en el aniversario de aquella masacre, y con otra en curso sucediendo todavía en Gaza, vuelvo a la canción de Drexler: “Ni patria ni credo, ni diferencias de criterio: no hay un solo fin que justifique cualquier medio”. Y es ahí donde la música —esa fuerza que nos atraviesa a todos— se convierte en un lenguaje universal.
En los lugares donde todo parece destruido, a veces la música sigue sonando, como un pulso de vida que se niega a desaparecer. Drexler dijo que no pudo terminar su canción hasta que estalló el conflicto. Entiendo por qué. Hay experiencias que solo se pueden escribir cuando el alma vuelve al cuerpo. Y en ese punto exacto, entre el fin y el medio, lo único que queda es seguir diciendo.