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Un nuevo estudio encontró un conjunto de genes determinantes para el desarrollo de la monogamia en diversas especies del reino animal.
Uno de los grandes interrogantes de la biología aplicada a los seres humanos es cómo evolucionó entre nosotros la monogamia, un comportamiento social bastante extendido, aunque no por completo, que implica la formación de una pareja durante un período determinado de tiempo (que pueden ser unos meses, unos años o, más raramente, toda la vida) y el cuidado de los hijos, a lo largo de ese período, tanto por parte del padre como de la madre.
Si bien no es dominante en la naturaleza, es razonable que en algún momento de la historia evolutiva de las especies este comportamiento haya sido seleccionado positivamente; en definitiva, de lo que se trata la famosa lucha por la supervivencia -descripta por Darwin y refinada por la biología molecular del siglo XX- es de legar genes y de que esos genes sobrevivan. Cuanto más se cuide a la descendencia, más posibilidades hay de que eso ocurra, especialmente cuando esa descendencia es tan vulnerable como la nuestra durante tanto tiempo.
Por eso también es razonable que no sea un comportamiento exclusivo de los seres humanos: entre los animales no humanos, existen numerosos ejemplos de lo que se conoce como “monogamia social”, esto es, de animales que forman una pareja para el cuidado de sus crías, incluso cuando no sean monógamos desde el punto de vista sexual. Muchas veces se da que, de hecho, la hembra copula con otros machos y quien realiza el cuidado parental no es, al final, el que aportó sus genes en la cópula, aunque piense, engañado, que las crías portan su propio material genético.
Por poner el ejemplo más típico, casi el 90 por ciento de las aves son monógamas sociales. Aunque entre los mamíferos la cifra es mucho más baja (oscila en torno al 5 por ciento), también hay algunos casos prototípicos, como el de algunos murciélagos y lobos.
Se han propuesto diversas hipótesis para explicar el surgimiento de la monogamia entre los animales, algunas con mayor y otras con menor soporte empírico: la dispersión de las hembras en un territorio, que dificulta que un mismo macho pueda encontrar múltiples parejas y que, por lo tanto, lo obliga a conformarse con una sola; la baja cantidad de hembras en relación con la cantidad de machos en un determinado momento de la historia de la especie; la selección por parte de las hembras de machos que invierten más en el cuidado parental en contextos de alta conflictividad y de riesgo para las crías… y la lista podría seguir.
Es probable que todas estas alternativas tengan una cuota de verdad y que la monogamia sea uno más de los tantos ejemplos de lo que se conoce como “evolución convergente”: un mismo rasgo que aparece independientemente en especies diversas como respuesta a situaciones diversas a lo largo de la historia evolutiva.
Ahora bien: aunque el origen de este comportamiento puede atribuirse a diversas causas, y acaso nunca lleguemos a saber cuál es la verdadera, un reciente estudio sugiere que determinados genes preservados en especies muy heterogéneas podrían ser fundamentales en la regulación de la monogamia social y el cuidado parental. O sea: que existiría algo así como un patrón, a nivel molecular, que funcionaría como un excelente predictor del comportamiento sexual de la especie.
En el estudio, publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, los autores consideran monógamas a las especies cuyos machos y hembras suelen formar parejas, se ocupan juntos del cuidado de las crías y las defienden frente al peligro, incluso cuando existan cópulas por fuera de la pareja.
Lo que hicieron fue analizar la variabilidad en un conjunto de genes homólogos que comparten un origen genético y evolutivo común (lo que se conoce como “genes ortólogos”) extraídos del cerebro de los machos reproductores en parejas monógamas y no monógamas de ratones, pájaros, peces, sapos y pescados, teniendo en cuenta una historia evolutiva de 450 millones de años. Y detectaron que todos los animales catalogados como monógamos comparten un patrón similar de expresión genética, que es diferente del patrón de expresión de los que no son monógamos.
Esto indicaría que aunque el recorrido evolutivo por el que llegó a desarrollarse en las diferentes especies puede haber sido diferente, existe un mecanismo neuromolecular común que codifica ese comportamiento: un verdadero código para desarrollar la monogamia.
No es poco.
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