"Argentina es un peligro. Es un país fantástico con un número impresionante de problemas, pero tiene algo. Hace 30 años, cuando llegué al norte, a Cafayate, me encantó. No había nadie. No queríamos hablar demasiado de eso en Europa para resguardarlo de lo que terminó pasando: hoy en día, Cafayate tiene 25 hoteles, restaurantes... En ese momento, Buenos Aires era una ciudad que nos parecía lo que había sido París 30 años atrás. En todo eso hay un encanto. Es una trampa". Michel Rolland tiene 71 años y vive un affaire con nuestro país. Nació en la región francesa de Pomerol, dentro de la ruta de viñedos de Burdeos, un lugar estratégico para dedicarse al vino. Sin embargo, haciendo honor a un espíritu inquieto, ambicioso y aventurero, el enólogo no se limitó a producir en su propia tierra: en la década del 80, Rolland ya estaba trabajando con el salteño Arnaldo Etchart en sus tintos y embotellando lo que sería uno de nuestros primeros vinos de alta gama, el Arnaldo B. Etchart de 1989. Casi diez años después, en 1998, asociado al viticultor bordelés Jean Michel Arcaute, Rolland descubrió un terreno de más de 800 hectáreas al sur de la ciudad de Mendoza, al pie de la Cordillera de los Andes y en la zona que llamamos Valle de Uco. No era más que una extensión poblada de rocas y de apariencia desértica, pero el francés sabía que en la Argentina podíamos producir mejor vino, que ese lugar a 1200 metros de altura podía ser hogar de un emprendimiento enológico sin precedentes y que tenía que buscar aliados que le permitieran concretar su visión. En ese entonces, Rolland ya tenía más fe en la vid argentina que muchos productores locales y fue uno de los jugadores claves para que la industria, con el Malbec como cepa insignia, se proyectara hacia un futuro de esplendor.
Con una ayudita de mis amigos
Por supuesto, el enólogo llevó su idea a Francia, donde consiguió, no sin un poco de esfuerzo, la inversión de varias familias productoras. Ese fue el inicio de Clos de los Siete, que en 2003 presentó su primera cosecha en el mercado con un concepto fuera de serie: un vino de corte, con el Malbec como protagonista, elaborado a partir del aporte de siete bodegas distintas. En su etapa fundacional, los participantes fueron Laurent Dassault y Nadine de Rothschild (bodega Flecha de los Andes), Jean Guy Cuvelier (Cuvelier los de Andes), Catherine Pére-Vergé (Monteviejo), Jean-Jacques Bonnie (Diamandes), Francois D'Aulan (Altavista) y el mismo Rolland. Hoy, ya sin los propietarios de Flecha de los Andes ni los de Altavista como miembros del proyecto, las familias que siguen representando su papel en la creación de la etiqueta Clos de los Siete son los Cuvelier, los Bonnie, Henry Parent (hijo de Catherine Pére-Vergé) y los Rolland, cada uno con un 25% de la empresa.
Si bien el enólogo principal es el francés responsable de este desarrollo titánico, en cada cosecha de Clos intervienen los enólogos de las diferentes bodegas. Están Marcelo Pelleriti de Monteviejo, Adrián Manchon de Cuvelier Los Andes, Rodolfo Vallebella de Rolland y Ramiro Barillo de Diamandes. Juntos hacen un blend que varía año tras año, en una producción que alcanza el millón de botellas y se destina tanto al mercado interno como al externo, con Estados Unidos, Canadá Francia, Brasil y Reino Unido como sus principales compradores. Actualmente se está comercializando la cosecha 2016, lanzada este año y compuesta por 54% Malbec, 18% Merlot, 12% Cabernet Sauvignon, 12% Syrah, 3% Petit Verdot y 1% Cabernet Franc. Un vino que ronda los $600 y que, según sus autores, es único en el mundo por su relación precio-calidad.
Firma: Michel Rolland
Para que un proyecto arriesgado como Clos de los Siete diera sus frutos (en 2018, facturó 162 millones de pesos), hacía falta audacia, pero también convicción, inteligencia, talento y trabajo. Michel Rolland no escatimó en nada. Reconoció el valor de esas hectáreas desabridas, vio el potencial del suelo y aplicó su experiencia a una región vinícola que no ofrecía garantías, pero sí promesas. En ese momento, antes de que desembarcaran otros emprendedores extranjeros, Rolland ya sabía que la Argentina tenía un largo camino por recorrer. Empezó y no paró: adquirió las tierras, convenció a los inversores, armó su bodega e hizo de Mendoza su segunda casa, a la que viene cuatro veces por año; nunca se cansó de volver.
"Hace más de 20 años había algo por hacer. No pensábamos que iba a ser tan grande, pero lo hicimos enorme, fue un poco loco. Un proyecto así, hoy, no se lo recomendaría a un enólogo joven. Sería mucho más complicado que en nuestra época. Sería casi imposible".
¿Cómo descubriste este terreno?
Con un amigo mío que falleció hace poco, desgraciadamente. Jean Michel Arcaute. Cada vez que venía a la Argentina, buscábamos lugares. Y un día me dijo que había encontrado uno interesante. Así que vinimos y nos paramos abajo, al costado de la ruta, y empezamos a caminar. Desde la entrada hasta arriba hay 4 kilómetros. Ya llegando arriba, me dijo: "Este es el terreno, pero hay algo que no te dije: son 850 hectáreas". Pequeño detalle (ríe).
¿En Argentina encontraste una cultura asociada al vino como la de Francia?
Si bien no me gustaban los vinos al principio, había una cultura, la gente tomaba vino. La producción era muy grande. Encontré algunos ejemplares buenos, con posibilidad de mejorar bastante. Dije: "En este país sí se puede hacer buen vino". La idea de este proyecto era demostrar que la Argentina tenía potencial. Entre 1995 y 2005 llegaron todos, pero yo pensaba eso desde antes: quería hacer un proyecto de 100 hectáreas... En vez de eso, hice uno de 850. Hoy no pienso que exista un país en el mundo donde se pueda desarrollar un proyecto como este, tan rápido. Fue un desafío enorme.
Hay una especie de norma que dice que, para cualquier proyecto vitivinícola, hay que pensar primero en una marca y su comercialización; luego, en una bodega y, por último, en un viñedo. La historia de Clos es al revés, ¿por qué?
No totalmente. Yo diría que todos los proyectos que fracasan en el mundo lo hacen porque los inversores llegan con plata, invierten, producen y antes nunca se ponen a pensar cómo vender. Entonces, llega un momento que se acumula el stock y no se vende el vino. Cuando empezamos nosotros, sí, compramos el terreno, plantamos, hicimos primero la bodega Monteviejo y luego empezamos a hacer Clos. Pero antes encontramos a un distribuidor mundial en Francia. Hicimos todo al mismo tiempo. Por supuesto, el primer año producimos 180.000 botellas, lo cual parecía imposible de vender en ese momento. Pero lo vendimos. Ahora hacemos muchísimo más. No te digo que sea simple, es una competencia, es un negocio como cualquier otro, nada es perfecto. Si yo tuviera que empezar un negocio ahora, sí, empezaría por tener una distribución, comprar uva, hacer vino y después puede ser una bodega.
En 30 años, ¿qué aprendiste del consumidor argentino?
Cambió. Yo digo siempre que cuando llegué a Argentina, los vinos no estaban a mi gusto. A los consumidores les gustaba Valmont y para nosotros era un horror total (ríe). Cada vez que me subía a un taxi le preguntaba al tipo si estaba tomando vino. “Sí, sí, me encanta el vino”, me respondía. Y 9 veces sobre 10 me nombraban el Valmont, que para mí era el antivino total.
¿Y cuál te parece que es la tendencia hacia el futuro?
No hay que preocuparse. Argentina cambió: de un mercado doméstico a uno internacional. Hoy no se puede hacer vino solamente para el mercado interno, no hay consumo suficiente. Hay que hacer vino que se venda adentro pero que también se venda afuera. Ya todos tienen eso en mente. Hace 30 años, no. No sabían que se podía exportar vino. Lo descubrieron en los 90, cuando la relación peso/dólar era infernal. Y había que hacerlo porque si no desaparecía la vitivinicultura. Entonces, no sé cuál va a ser el vino de mañana, pero seguramente será el que encuentre consumidores afuera. Si no es de mi gusto, no importa. Yo ya tengo suficiente (ríe).
En nuestro país cayó mucho el consumo de vino pero subió la calidad, ¿cómo se explica?
Era una necesidad. No es agresivo lo que voy a decir: yo fui asesor de Trapiche y en esa época, Trapiche tenía 6 máquinas de Tetrapak. El vino ícono era Termidor, intomable. Yo soy íntimo amigo de Ángel Mendoza (enólogo fundador de Trapiche) y Ángel también decía que era intomable. Pero estaba haciendo millones y millones de litros. Tenía razón en esa época. Yo le decía a Pulenta padre: “Cuidado, esto va a cambiar”. Porque en Francia había pasado exactamente lo mismo 30 años atrás. Bajó mucho el vino de mesa, que te aterciopelaba el estómago, un horror, como el Termidor. Y Pulenta me decía que no iba a cambiar. Mirá cómo cambió. En Argentina tenía que desaparecer el vino de baja calidad. Quedan algunos, pero no hay mucho. Y el consumo bajó, como en Francia: pasó de 128 litros en el año 73 a 48 hoy.
El perfil de inversionistas en el vino parece haber cambiado en los últimos años: de familias muy tradicionales a inversiones más furtivas de gente “nueva”. ¿El vino es más rentable que antes?
No. Hay una broma en Burdeos que dice: "¿Sabés cómo hacer una pequeña fortuna en el vino? Hay que empezar teniendo una gran fortuna" (ríe). Hay dos tipos de inversión. La de grupos grandes, como Concha y Toro o Trapiche, por ejemplo. Por otro lado está la inversión privada, que pasa por la atracción del vino. Mirá a la familia Bonnie (Diamandes), que no vienen del vino: un poco por mi culpa vinieron aquí y ojalá sigan queriendo estar. En Estados Unidos hacer una inversión cuesta mucho, y tener un viñedo a veces es más un problema que una ventaja. Pero lo hacen por placer personal. Yo lo entiendo: ¿dónde puse el poco dinero que gané a lo largo de estos 45 años? Aquí. Por suerte funciona así.
¿Cómo te llevás con que te digan que sos el padre del vino argentino moderno?
No sé. Por supuesto que llegué en un momento en el que la Argentina tenía que cambiar. Estuve en el lugar correcto en el momento correcto, fue una coincidencia. Pero cambiaron todos: Catena, Trapiche, Salentein. En 10 años cambió todo y eso es lo destacable. La gente no es estúpida y vio que el mercado interno, por bueno que fuera, no era suficiente y había que hacer vino para venderlo afuera. Arnaldo Etchart fue un visionario, porque en el año 86 estaba dando la vuelta al mundo para vender su vino. Siempre fracasaba porque el vino no era para el gusto internacional. Pero se puso a trabajar, me llamó a mí y me preguntó qué vino tenía que hacer para exportar.
¿Cómo ves el vino argentino afuera?
Muy bien. Turbulencia hay para todos, Francia, España, Italia, y Argentina no está peor. Hay muy buenos vinos sin duda, hay mercado, pero la competencia es muy fuerte, hay que trabajar. Todavía se puede captar clientes: China creció mucho. Hay lugar para el vino, pero no hay lugar para el vino malo. El consumo está alrededor de 260 millones de hectolitros en el mundo y va a seguir así. Si desaparecen los vinos malos, hay espacio para los otros.
¿Cómo podrías definir a cada bodega que forma parte de Clos?
Cuando hicimos este emprendimiento, había una posibilidad: hacer una bodega enorme con un enólogo jefe. Yo dije que no porque íbamos a tener un solo vino, una sola visión y listo. Con varias bodegas, los vinos son siempre diferentes. Podemos tomar Diamandes, Monteviejo, Mariflor, Cuvelier: son distintos. El asesor es el mismo, pero los enólogos otorgan al vino una personalidad. Cuando hacemos el Clos es divertido. A veces lo hago en una bodega y después en otra. Todos los enólogos mandan muestras y cada uno me dice: "El nuestro está muy bueno, ¿no?" (ríe). La mezcla siempre resulta mejor.
En tu bodega hay algo de cemento, pero en las demás no. ¿Qué opinás del cemento para la vinificación?
Cuando empezamos el proyecto, el cemento en Argentina no era cultural. Voy a ser un poco duro (ríe). Si no conocés, te agarra un argentino promedio y te dice: “Te voy a hacer un cemento tremendo”, pero pone demasiada arena. Te promete alta gama y compra baja gama al mismo precio. Hay que saber. Y esa es la razón por la cual no hicimos cemento al principio. Pero, en 2010, cuando hicimos la última bodega, traje a un tipo de Francia que sabía de cemento más que yo y se quedó tres meses supervisando todo. A mi amigo François Lurton le hicieron cemento hace 20 años. Hablá con él: hay vino que pasa a través de la muralla, fisuras en todos lados… Yo no quería eso.
¿Tuviste experiencias parecidas con argentinos en otros rubros?
¿Chantas? Sí, hay (ríe).
¿Cuál fue la peor cosecha de tu vida?
En el 91, en Francia, porque directamente no hubo cosecha por la helada. Yo era un poco más joven y no tenía una consolidación como la de hoy. Fue un año bastante complicado porque no tenía trabajo y todavía no hacía muchas asesorías. Pero a raíz de eso pasaron dos cosas. Por un lado, viajé más: fui dos veces a Estados Unidos durante la cosecha, eso no lo volví a hacer nunca. Recuperé algunos clientes, ahora tengo 21 en Napa. Empezó a crecer mi ocupación de asesor. También mejoró mucho mi handicap de golf (ríe).
En Burdeos pasamos una década del 90 terrible... En el 91 estuvo la helada. En el 92, llovió todo el tiempo, un desastre. En el 93 venía muy bien hasta que llovió entre el 15 de agosto y la cosecha. En el 94 y el 95, igual. El 96 estuvo bastante bien. En el 97, de nuevo lluvia. Dije: "Tenemos que hacer algo". En el 98 no hice nada, pero en el 99 pusimos plástico en el suelo para evitar la lluvia de fin de temporada. Ese año llovió como locos. En el 2000 pusimos la tela de plástico también, pero no llovió. Lo más divertido es que en ese momento, la administración francesa, muy inteligente, me mandó una carta diciendo: "Señor, si no saca el plástico mañana, no puede usar la denominación de origen". Respondí: "No puedo sacarlo, estoy en Estados Unidos". No apreciaron mucho mi sentido del humor. Hice un vino que se llama "El desafío", que es un vino de mesa, no tiene denominación. Vale el doble que el que sí tiene denominación.
¿Cuántas bodegas asesorás en el mundo? 21 en Napa, ¿y el resto?
En el resto... lo menos posible (ríe). Napa es particular porque, excepto en dos bodegas, estoy yo. Napa era como Argentina para mí, hasta el año pasado que tuve que llevar un asistente. Me encanta Napa. Para trabajar, prefiero Estados Unidos. Para soñar y disfrutar, Argentina. Personalmente, estoy asesorando a 28 o 30 propiedades, el resto lo hago con mi equipo. Con ellos, entre Francia y afuera, hacemos 250 proyectos. Somos ocho personas en los cinco continentes. Tenemos mucho más en el norte que en el sur. No vamos a Australia pero vamos a Sudáfrica, Argentina y Chile. Antes hacíamos Brasil.
¿El Malbec argentino ya alcanzó su techo?
Siempre hay más para hacer. Yo he hecho 46 cosechas en Francia, van a ser 47 dentro de pocos meses. Todo está cambiando. El viñedo y la vinificación se pueden mejorar, nunca se termina. Con más o con menos tecnología, con más conocimiento del lugar. Los suelos son bastante parecidos pero no son iguales. Aquí, en 850 hectáreas, tenemos 250 metros de diferencia desde la entrada hasta uno de los viñedos. En el suelo hay mucha variación, todo eso hay que estudiarlo y aprovecharlo. Cada año somos un poco menos estúpidos.
Acá estamos tratando de conquistar a los paladares más jóvenes. ¿Es así en el mundo?
Es una buena idea, porque el futuro es mejor. Hay que convencerlos de seguir tomando vino y de cambiar un poco de costumbre de consumo. Creo que es el trabajo de todos. Cuando llegué acá, la problemática era prácticamente igual. El tema es que buscar el producto que va a convencer a la juventud lleva tiempo. Un día va a salir.
Si tuvieras que tomar una sola cepa el resto de tu vida, ¿cuál sería?
Tengo un montón de respuestas malas para esto. Mi origen me hizo apreciar mucho el Merlot. Mi familia estaba en Pomerol, yo nací en Pomerol y allí estaba el Merlot. Hasta el momento en que entendí un poco de vino, creía que todo era Merlot, que no tenía otra cosa. El gusto del Merlot me da placer, es un gusto personal, por fuera de mi profesión.
¿Qué le dirías a la gente que es el vino para vos?
No sé si hay una buena respuesta. El vino te gusta o no te gusta. Si no te gusta, ¿por qué tomarlo? No hay que forzar la naturaleza. Hay vinos que me gustan más que otros, pero puedo catar y tomar todos los vinos con placer.
¿Cuál es la etiqueta más barata que más te gusta?
De $300 o $400, Diamandina. Pero no lo tomo mucho, porque conmigo son todos muy amables y siempre me dan los mejores (ríe).
¿En algún momento no tomás vino?
Por suerte, no. En un día puedo llegar a tomar 300 muestras. Yo digo siempre una cosa: la cata loca, de 80, 100 o más vinos, es como correr. Si nunca corriste, vas a hacer un kilómetro y vas a estar muerto. La cata es igual: si tenés la costumbre de catar mucho vino, podés catar 200 veces sin problema.
¿Qué otras cosas te dan placer?
Eh... el vino (ríe). Muchas cosas. Me gusta la música, la comida. Me encanta jugar al golf, aunque a mi espalda no tanto. Me encanta viajar. Estoy seis meses afuera y seis meses en Francia.
¿Trabajás con muchas mujeres?
No lo suficiente. No hay una mujer en mi equipo de asesores. El tema es que, cuando estamos buscando a alguien, decimos que hay que tener disponibilidad para viajar. Para una mujer no es un trabajo tan fácil. Pero nunca vino una mujer a decirme: "Quiero hacer esto". Sí hay una mujer en el laboratorio, pero no viaja con nosotros.
¿Cómo es un día tuyo acá?
Todas las mañanas voy a una bodega a catar vino. A la tarde tenemos reuniones y puedo trabajar en mi bodega con Rodolfo. Y listo. Normalmente estoy cuatro o cinco días acá. Es un lindo ritmo. Es mucho más loco en Burdeos, porque puedo llegar a visitar cinco, seis, siete propiedades en un mismo día.
¿Te importan los puntos Parker, Atkin...?
A mí, nada. Pero tengo clientes que los miran. Un poco hay que tenerlos en cuenta.
¿Una cosecha de Clos?
2009.
¿Tres platos que te gusten?
Me encanta la carne roja, en todos lados. En Francia hay buena, en Estados Unidos y aquí por supuesto. Me encanta el canard laqué (pato laqueado), de China. Y los pescados. Un pescado bien hecho a la sal puede ser fantástico, un salmón salvaje.
¿Restaurante argentino favorito?
Oviedo.
¿Cuántos años más pensás que vas a trabajar?
Lo que me permitan el paladar o las piernas.